La llegada del mundo germano: las grandes invasiones
La extensión del imperio le obligó casi desde su origen a tener una relación con las poblaciones vecinas. Su prosperidad supuso un reclamo para que éstas buscaran penetrar en su interior creando un flujo migratorio que varió según la situación del imperio sin jamás desaparecer. Desde s. II d.C. este flujo aumentó, y estas poblaciones buscaron el asentamiento de deferentes formas, aprovechando en algunos casos la debilidad del imperio, como pasó en el s. III y durante el IV d.C.
Roma, frente a esta realidad, tuvo diferentes comportamientos, desde encarnizadas campañas militares para frenar esta penetración, hasta la aceptación de los vecinos más civilizados integrándolos en el imperio como soldados a los que pagaba con tierras en la frontera, haciendo de los invasores guardianes. Este mecanismo de pactos o foedus fue el medio que tuvieron en el s. IV algunos pueblos para asentarse en la península (los vándalos, los alanos, los suevos y finalmente los visigodos).
Enviados para terminar con conflictos internos como los de las bagaudas, los vándalos, alanos y suevos terminaron por ser en sí mismos un problema, y Roma, debilitada por la presión de otros pueblos germanos, en especial debido a las campañas de los Hunos (de origen asiático), aprovechó los pactos que tenía con los visigodos, asentados en el sur de Francia, para eliminar esta amenaza, comenzando estos su andadura peninsular.